martes, 26 de febrero de 2008

¿ De qué se ríen...?

Los primeros rayos del sol auguraban un día más que excelente para estar en el agua. Nadie aceptó la invitación de Emilio para ir a nadar ese día. Agarró una mochila roja más que vieja, un short ajustado que estaba dando las últimas y unas sandalias negras muy percutidas por el jabón y el uso diario. “Tira esas sandalias a la basura, das lastima wey”, fue la expresión de Julio.

Por llevarle la contraria a los demás, o no tener otra cosa que llevarse, echó todo de mala gana a su mochila. No desayunó. Salió molesto porque nadie lo quiso acompañar. A las diez de la mañana de ese sábado ya no había nadie en el departamento.

Hice mi maleta, Carlos hizo lo mismo, salimos hacía el Defe. Todos los fines era lo mismo, una monotonía de levantarnos muy temprano, desayudar y dirigirnos a la Capu. Fue el siguiente viernes que nos contó con detalles lo que pasó en la alberca.

En días despejados se podía observar desde C.U. al volcán Popocatepetl con esa coronilla de nieve que se aprecia desde la distancia.

Caminó escaso unos minutos, unas cuadras separaban nuestro departamento de C.U. Llegando se cambió y entró a las regaderas para poder nadar en la alberca. Disfrutó como nunca esa mañana. Un día antes, viernes, fumó y tomó en exceso; sábado disfrutaba el sol, el agua y pieles, muchas pieles.¿Cómo poder abandonar ese lugar si había mucho por hacer ese día? Tuvo la remota idea que lo alcanzarían allí, qué llegaría la banda para echar relajo. Nadie llegó. Estuvo solo como pocas veces, con nadie conversó, por momentos se intimidaba con los extraños, no así con sus amigos.

Por momentos nadaba, otros tantos salía de ella, miraba a los demás, tuvo la mala idea de cruzar nadando esa alberca olímpica. Nunca antes lo había intentado, siempre hay una primera vez. Esa fue una mala vez. De por sí era perezoso, tenía un cuerpo flácido, no practicaba deporte alguno. Cada que podía acompañaba a las caguamas con un cigarro, con dos, tres…hasta perder la cuenta o llegar a una cajetilla.

No quiso abandonar el lugar sin antes intentarlo. ¿Qué tan difícil ha de ser?

El sol había sobre bronceado su cuerpo moreno, un dolor abdominal le recordó que tenía que probar algún tipo de bocado. Se aventó sin más ni más, Un especial ego le vino a su cuerpo y mente, algo que él no era. Por fuera la alberca perecía pequeña, dentro era inmensa. Así se lo hizo saber su cuerpo después de intentar bracear por algún momento. Pretendió avanzar sin mucho éxito. Era inútil.

Se detuvo por un breve momento. Quiso alzar la mirada, el sol lo lastimaba. Pataleaba con dificultad; estaba a mitad de la alberca, no había nadie en ese instante, sólo él, sintió todas las miradas observándolo. El miedo de un calambre lo atemorizó; tragaba mucha agua. No podía llegar al otro extremo por más esfuerzos que hacía.

Imaginó que decenas de personas concentradas en la orilla lo miraban, se avergonzó así mismo. No había manera de acabar, excepto patalear y forcejear como loco, indicación que se ahogaba y esperar que alguien se aventara para rescatarlo, respiración de boca a boca, decenas de miradas observándolo y la anécdota de un casi ahogado. Si eso pasaba no volvería a pisar esa alberca, nunca más. Esas miradas lo señalarían tarde o temprano. Más por vergüenza llegó al otro extremo, faltaba salir de ahí. Ya no tenía fuerza para ello. Ni cómo salir de la alberca. ¿Pedir auxilio? ¿Cómo? El calambre lo martirizaba, tenía que salir del agua. Saliendo se recostó escasos segundos, no retomó fuerzas, le faltaba aire, tenía frió, empezó a temblar.
Caminó con dificultad, fingiendo que estaba bien delante de todos, y que esa travesía había sido pan comido. En la forma en que nos la contó un viernes por la noche estando ebrios, las carcajadas resonaron por minutos en el lugar. Las miradas estaban viendo su cara y él desconcertado viendo a todos. No le hizo gracia. ¿De qué se ríen pendejos? ¡ Por poco muero¡ Esa no es cosa de risa …
Julio movió la cabeza despacio, de un lado a otro, riendo. Sos un pendejo, Emilo.

lunes, 11 de febrero de 2008

El cumpleaños de Emilio

Ese día la tarde pintaba bien, pero al caer la noche hubo truenos y un fuerte viento. Llegué tarde al departamento, la fiesta casi acababa – acabar es un decir-. Emilio me presentó a su prima, ella fue la encargada de organizar todo y llevar a unas amigas, ellas fueron las que también cocinaron. Cuando le pregunté a Axel: ¿ wey de que me perdí? De nada wey. Donde que las pendejas no saben cocinar.
Al único que no le gustó fue a Axel, por que nadie reparó en la comida.

En las mesas del patio no había nada, arrazaron con todo, hasta con los quince paquetes de tostadas, bien que los conté, y las tres botellas de tequila, y varios six packs de cerveza. En la planta baja cocinaron, sirvieron en el patio, frente a las recámaras.

El novio de su prima llevó unas sillas, mesas plegables, una grabadora y unos discos. En las mesas acomodaron todo. Entonces cada quien se servía lo que quería. Yo no probé nada, parte porque había comido fuera, parte porque no había nada que hubiesen dejado. Sólo me tomé un vaso lleno de tequila con refresco de toronja que me sirvió ella. Creo que eso me desinhibió de bailar con una de sus amigas llamada Laura. La inhibida también era ella. Al bailar no me agarraba de la cintura, sino de los glúteos.

El fuerte viento y los truenos presagiaban una tormenta. Todos se metieron a las recámaras. No fue lo mismo. Mucho antes de las nueve de la noche se fue el mujerío. Tenían que estar antes de las nueve en la pensión donde vivían. Después de esa hora no había súplica ni excusa para poder entrar.

Aparte de nosotros se quedaron, el amigo de Axel, Carlos, ese era ya de cajón; un amigo de Julio; Rodrigo; el hijo de doña Angustia, y dos weyes de los que no recuerdo bien el nombre. Algunos de ellos llegaban y después no se sabía más de ellos.

Alguien llevó una botella más de tequila, vasos de plástico y más refresco de toronja. Tarde se les hizo a los gorrones para abalanzarse sobre esa botella. La plática siguió entre nosotros, Emilio bailó con Rodrigo. No se me hizo extraño que bailaran entre weyes. Conocí la otra cara de Carlos, el amigo de Axel. Siempre creí que era más extrovertido que yo. Ese día lo noté con más euforia que de costumbre. Entre que contaba chistes, y fumaba agarrando su vaso con tequila, daba pasos leves, suaves, intentando bailar solo.Su mente divagaba. Algunos le hicieron bulla, una rueda, eso a él no le importó, siguió bailando solo ,sosteniendo su cigarro y su vaso de plástico.

El otro wey llamado también Carlos conversaba conmigo, en la mano derecha traía un vaso con tequila y refresco y en sus dedos un cigarro; hacía aros de humo y se divertía con ellos. Nada relevante, temas sin importancia, para ser breve diría que plática de borrachos.

Rodrigo intentó bailar con Axel, todo indicaba que eran muy buenos amigos. Los que se quedaron no querían marcharse, había música, tequila, desmadre. Aprovechando una rueda, alguien tiró una botella. Te tocó a ti Rodrigo, perdiste. Encuérate. Lo hizo en un striptease apresurado, torpe, sin ritmo, le urgía despojarse de sus ropas.El bullicio que empezó, terminó cuando quedó sin nada bailando. Movía sus carnes de un lado para otro.
Todos siguieron en lo suyo, ignorando al exhibicionista. La música seguía con volumen suave, poco a poco se iban escuchando las conversaciones entre nosotros. Fue ese silenció que permitió escuchar el ruido impestuoso de alguien. Todos se miraron entre sí. Eso fue el inició de una guerra de gases. Ya había hecho efecto la combinación entre pozole, tostadas de frijol y de pata, alcohol, cigarros… tanta agitación. ..
Y es que el alcohol ya nos había desinhibido de una u otra forma. Así acabó la fiesta, entre bromas escatológicas e incesantes carcajadas que no parecían terminar, y gases, muchos gases de todos los ahí presentes.

domingo, 3 de febrero de 2008

Demasiada sal y pimienta

Nuestras conversaciones eran siempre tan recurrentes.
Ya era sabido que Julio buscaba prostitutas algunos fines de semana cuando no se empedaba con sus amigos colombianos y que adquiría una enfermedad venérea cada que salía con ellas, que era un mitómano. La forma en que contaba todas sus anécdotas con muchas incoherencias y maldiciones hacía que todos estuvieran atentos ante sus pendejadas, como una vez lo mencionó Emilio. Tenía una manera muy especial de hablar, podía confundirse fácil entre una z y una d. Era como si su lengua jugara de manera involuntaria entre sus palabras, aunado eso un vocabulario lleno de palabras altisonantes que en cualquier persona sonarían repugnantes, pero en el sonaban graciosas.

Ya era sabido que los temas de Emilio eran sobre las mujeres y las posiciones sexuales que le gustaba, que llevaba la cuenta con una precisión tal de un cómo, cuándo y dónde y casi el tiempo exacto que estuvo con ellas. Lo que había costado el lugar y cuantas de ellas eran vírgenes. Podía olvidar con facilidad un nombre, algún pendiente, pero nunca los hechos mencionados con anterioridad.
A esas pláticas de Don Juanes se le sumó después las victorias sexuales de Carlos. Era como una carrera loca por saber quién cojía más en un mes. De los tres, Carlos era el único con un porte privilegiado y contaba con los medios económicos para tales aventuras.
También buscaba la pasión de un fin de semana con prostitutas.
Aunque una era su preferida, una joven de más de veinte o veintidós años; era su confidente, su amor de fin de semana, a la que le platicaba todo, hacía ya tres años que la conoció .

Mención aparte su sonrisa pícara y seductora, con aliento a Marlboro y goma de mascar. Combinaba los jeans y botas vaqueras con blaizers. Siempre oliendo a loción. Tenía un aspecto de hijo de ranchero opulento. No lo era, pero el porte lo tenía. Poco tiempo después me di cuenta que también echaba demasiada sal y pimienta a sus comentarios. Una sazón no digerible.

Entonces los lunes cuando llegaba al departamento colocaba en el closet de madera las envolturas de los condones usados. Casi puedo ver esa sonrisa maliciosa colocando los condones ante la mirada de uno o varios presentes. Uno a uno fue tapizando el lugar. Era una prueba para que sus anécdotas fueran creíbles.

Alguien que no conocía el departamento o a Carlos, era de preguntar la razón de tantos sobres de condones puestos en ese lugar.
No había respuesta a ello.