domingo, 3 de febrero de 2008

Demasiada sal y pimienta

Nuestras conversaciones eran siempre tan recurrentes.
Ya era sabido que Julio buscaba prostitutas algunos fines de semana cuando no se empedaba con sus amigos colombianos y que adquiría una enfermedad venérea cada que salía con ellas, que era un mitómano. La forma en que contaba todas sus anécdotas con muchas incoherencias y maldiciones hacía que todos estuvieran atentos ante sus pendejadas, como una vez lo mencionó Emilio. Tenía una manera muy especial de hablar, podía confundirse fácil entre una z y una d. Era como si su lengua jugara de manera involuntaria entre sus palabras, aunado eso un vocabulario lleno de palabras altisonantes que en cualquier persona sonarían repugnantes, pero en el sonaban graciosas.

Ya era sabido que los temas de Emilio eran sobre las mujeres y las posiciones sexuales que le gustaba, que llevaba la cuenta con una precisión tal de un cómo, cuándo y dónde y casi el tiempo exacto que estuvo con ellas. Lo que había costado el lugar y cuantas de ellas eran vírgenes. Podía olvidar con facilidad un nombre, algún pendiente, pero nunca los hechos mencionados con anterioridad.
A esas pláticas de Don Juanes se le sumó después las victorias sexuales de Carlos. Era como una carrera loca por saber quién cojía más en un mes. De los tres, Carlos era el único con un porte privilegiado y contaba con los medios económicos para tales aventuras.
También buscaba la pasión de un fin de semana con prostitutas.
Aunque una era su preferida, una joven de más de veinte o veintidós años; era su confidente, su amor de fin de semana, a la que le platicaba todo, hacía ya tres años que la conoció .

Mención aparte su sonrisa pícara y seductora, con aliento a Marlboro y goma de mascar. Combinaba los jeans y botas vaqueras con blaizers. Siempre oliendo a loción. Tenía un aspecto de hijo de ranchero opulento. No lo era, pero el porte lo tenía. Poco tiempo después me di cuenta que también echaba demasiada sal y pimienta a sus comentarios. Una sazón no digerible.

Entonces los lunes cuando llegaba al departamento colocaba en el closet de madera las envolturas de los condones usados. Casi puedo ver esa sonrisa maliciosa colocando los condones ante la mirada de uno o varios presentes. Uno a uno fue tapizando el lugar. Era una prueba para que sus anécdotas fueran creíbles.

Alguien que no conocía el departamento o a Carlos, era de preguntar la razón de tantos sobres de condones puestos en ese lugar.
No había respuesta a ello.

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