El Nigth club estaba al final de la calle X. Era conocido por el “Bar”, aunque su verdadero nombre o razón social estaba prácticamente estampado sobre las colchas que cubrían las camas. El Bar como le denominaban todos era un tugurio de mala muerte, nada relevante, ni llamativo, ni sus luces color rojo lóbrego que disentía con la sombras escurridizas que se veían pasar por esa calle, con lámparas siempre fundidas, ni su música desafinada con desamañados músicos casi pubertos , ni sus mujeres, muchas de ellas arriba de sus treinta años; pocas eran las que andaban en sus veinte.
Era la clandestinidad, la que incitaba a muchos a pasar desapercibidos al calor de la noche.
Cuando una nueva llegaba, - como se le dominaba a una chica que no había sido visto allí con anterioridad- la noticia pasaba de voz en voz, habría que conocerla. Después de la novedad, pasado ese entusiasmo que sólo un ansioso solitario o necesitado de compañía puede pasar, las olvidaban con facilidad. Algunos eran... digamos ya clientes frecuentes de algunas de ellas.
Muchas permanecían un tiempo allí, luego se marchaban; algunas regresaban y volvían a partir.
Después de tantas excusas ineficaces para no ir al laborar al campo, donde ayudaba a su padre, Octavio buscó un trabajo en ese lugar. Algunos de sus primos o tocaban en la banda del lugar, atendían la cantina, o cuidaban los coches. Él era digamos aprendiz de todo y oficial de nada. No sabía cantar, ni tocar instrumento alguno, era torpe sirviendo mesas; lo colocaron en la banda para ayudar a éstos a bajar, o subir o cuidar el equipo, o lo que éstos necesitaran.
A pesar de algunas clases de música y canto nunca aprendió nada, y nada es un decir.
Ella pasaba un tiempo en el bar y luego se desaparecía, cuál gato de buena familia. Así trabajaba un rato, se perdía, llegaba, se ausentaba. Por eso fue hasta después de seis meses de haber ingresado él cuando se conocieron.
Antes de ella, él recibió muchas propuestas indecorosas por parte de todo mundo. Desde uno de los weyes que atendía el bar, otra fue por parte de uno de los músicos, en alguna ocasión de un cliente del lugar; muchas veces por parte de una prostituta , bajita ella, le entraba con ganas al alcohol, tenía las carnes desproporcionadas, con exceso de ésta en busto y caderas.
Cada vez que lo tenía cerca le susurraba, le cerraba los ojos y movía la boca juntado y levantado sus labios color rojo fuego pasión. Ella tenía un gusto y fascinación desmedida por las gomas de mascar. Parecía no cansarse del mismo chicle, lo mascaba hasta el cansancio, lo sacaba y lo volvía a introducir con su dedo.
Era la clandestinidad, la que incitaba a muchos a pasar desapercibidos al calor de la noche.
Cuando una nueva llegaba, - como se le dominaba a una chica que no había sido visto allí con anterioridad- la noticia pasaba de voz en voz, habría que conocerla. Después de la novedad, pasado ese entusiasmo que sólo un ansioso solitario o necesitado de compañía puede pasar, las olvidaban con facilidad. Algunos eran... digamos ya clientes frecuentes de algunas de ellas.
Muchas permanecían un tiempo allí, luego se marchaban; algunas regresaban y volvían a partir.
Después de tantas excusas ineficaces para no ir al laborar al campo, donde ayudaba a su padre, Octavio buscó un trabajo en ese lugar. Algunos de sus primos o tocaban en la banda del lugar, atendían la cantina, o cuidaban los coches. Él era digamos aprendiz de todo y oficial de nada. No sabía cantar, ni tocar instrumento alguno, era torpe sirviendo mesas; lo colocaron en la banda para ayudar a éstos a bajar, o subir o cuidar el equipo, o lo que éstos necesitaran.
A pesar de algunas clases de música y canto nunca aprendió nada, y nada es un decir.
Ella pasaba un tiempo en el bar y luego se desaparecía, cuál gato de buena familia. Así trabajaba un rato, se perdía, llegaba, se ausentaba. Por eso fue hasta después de seis meses de haber ingresado él cuando se conocieron.
Antes de ella, él recibió muchas propuestas indecorosas por parte de todo mundo. Desde uno de los weyes que atendía el bar, otra fue por parte de uno de los músicos, en alguna ocasión de un cliente del lugar; muchas veces por parte de una prostituta , bajita ella, le entraba con ganas al alcohol, tenía las carnes desproporcionadas, con exceso de ésta en busto y caderas.
Cada vez que lo tenía cerca le susurraba, le cerraba los ojos y movía la boca juntado y levantado sus labios color rojo fuego pasión. Ella tenía un gusto y fascinación desmedida por las gomas de mascar. Parecía no cansarse del mismo chicle, lo mascaba hasta el cansancio, lo sacaba y lo volvía a introducir con su dedo.
De lejos lo miraba, le hacía ojitos. Hacía malabares con la goma. Estiraba ésta, la retorcía, la introducía una vez más , después le daba vueltas con su lengua.
No hay comentarios:
Publicar un comentario