lunes, 14 de enero de 2008

" wey, ¿ me prestas tu rastrillo?"

Cuando Carlos una vez me dijo: “ wey, ¿ me prestas tu rastrillo ? “ -él tenía que rasurarse a diario-, no supe que contestarle.
Yo no usaba el rastrillo, más que para quitarme la pelusa escasa de mi mentón muy de vez en cuando y accidentalmente cortándome, pues era frecuente que pasara.

Me había resignado tiempo atrás a permanecer lampiño por el resto de mis días. Era frecuente entre amigos preguntarnos intimidades con respecto a eso. Si ya pintaba el lápiz. Años más tarde que qué hacían para tener ese abundante vello en la cara o en el pecho. Algún tonto una vez siguió el consejo de uno de ellos cuando le dijo: “úntate excremento de pollo y verás como te crece el vello”.

Mis amigos me imaginaron con pelos por todos lados cuando una pelusa gris invadió mis piernas, cómo un enredadera que va cubriendo todo a su paso. Pensé que los vellos crecerían y crecerían como lo hace el cabello. Llegué a pensar que algún día llegaría a la secundaria con las mejillas todas invadidas de vello, como un señor, y que todos me mirarían como hombre lobo. Todos ellos aún tenían cara de niños, yo mismo, sólo que sería un niño con vellos. Pero fue de repente, como un chubasco en un desierto y después de la tempestad llegó una calma y después nada. Debo confesar que al principio esa idea me gustó. De pronto quería dejar de ser niño, aunque tiempo después quise lo contrario.

Carlos era el único que a sus veintidós años se rasuraba a diario, tenía la barba cerrada, a los demás los imaginaba lampiños, pues nunca veía cuando se rasuraban.

De niño pensaba como era que los papás eran barbones. No concebía como habían llegado a ser así, nunca creí que así habían nacido, pero cómo habían quedado así era algo tortuoso, ese tema lo había olvidado, ya era tema muerto, hasta que hoy lo desenterré.

Un amigo me confesó que cuando él se preparaba para hacer su Primera comunión, al tiempo que estudiaba le pedía a Dios que lo más pronto posible lo hiciera hombre. A sus más de catorce años, aún tenía cuerpo de niño. Pensaba que siempre iba a quedar así, todo lampiño como pollo sin plumas. Entonces ante el altar, cuando todos imploraban pidiendo por salud, bienestar, y buenaventuras para sus seres queridos, él lo único que pedía, que su cuerpo creciera y creciera y se tupiera de vellos por todos lados. Años más tarde dijo que se le pasó la mano de tanto rezar, pues llegó a medir más de un metro noventa centímetros y sí, su cuerpo se tupió de vellos, cuál mono andante.

Carlos primero se bañaba, y permanecía un momento con la cara bajo el chorro de agua caliente. Después se envolvía una toalla que parecía una sábana y luego se enjabonaba las manos, cuando el jabón estaba espeso lo untaba en su mentón y mejillas. Con cuidado agarraba el rastrillo, levantaba el dedo meñique y empezaba a cortar primero el vello de las patillas, luego las mejillas y la final el mentón. De vez en cuando retocaba el negro bigote, bien marcado. AL final, cerrando su puño, se daba un leve golpe en la mejilla derecha y cerraba un ojo, hacía muecas, como haciendo caritas; levantaba una ceja, luego la otra, se hurgaba la nariz. Se miraba de un lado para otro, de frente y de perfil. Agarraba el bulto de sus genitales, con ambas manos y lo mostraba ante el espejo . Tomaba su desodorante en spray, y luego recitaba al tiempo que se iba rociando el desodorante, en cuello, abdomen y genitales. “Por si me besa… por si me abraza, y por si la vieja se pasa…”

Eso después fue algo que todos le copiaron, y se bañaban y se iban a cambiar al espejo de nuestra recámara y recitaban las mismas palabras, como si fuera una manda. No era igual, era algo propio de él. Le copiaron eso y otras tantas cosas, buenas y malas.

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