martes, 27 de mayo de 2008

Mis primeras lecturas

De siempre he tenido una pésima memoria, mala retención de información y una pésima caligrafía; ni que decir que soy desordenado hasta con mi vida. Tal vez lo único que tenga en orden son libros acomodados, libres de polvo.
Puedo decir sin pena que nunca fui bueno para la escuela, pero sin temor a equivocarme las clases de literatura siempre me apasionaron. Así recuerdo a mi maestra de literatura. Pelo corto ondulado, canoso, sus blusas ajustadas a su cuerpo, faldas abajo de las rodillas, botas que cubrían sus piernas. No tengo otra imagen de ella que no sea usando sus botas negras bien lustradas.
No olvido su amor a la literatura, su buen gusto para vestirse y ser ella, a pesar que rozaba los sesenta años. Pero lo que más admiré de ella el amor a su profesión, en verdad disfrutaba lo que hacía. Puntual siempre en clase, no sé que tanto cargaba en su bolso negro, pero de seguro cargaba libros. Cuando no daba clases leía.

Mi abuelo leía todo lo que llegaba a sus manos. Era el la atípica persona que leía todo, fuera una envoltura que no servía, un instructivo, una novela vaquera, un libro de historia, recetas de cocinas. Tal como imaginan. Andaba por todos los rincones llevando instructivos, novelas.. y leyendo. No era el que guardaba lo que leía, él era práctico, después les daba un buen uso. Cualquier texto de su lectura era bueno para limpiar los vidrios, o servían como limpiones de cocina….

No sé si fue por osmosis, por que no recuerdo que mi abuelo me hubiera enseñado las letras o deletrear, pero aprendí a leer mucho antes que los demás niños. A mí no me dio por leer todo lo que llegara a mis manos, no me gusta leer los instructivos, ni les he entendido a las recetas de cocinas con ingredientes que nunca he oído hablar de ellos, y sobre todo le tengo una aversión a libros que parezcan enciclopedias o libros con muchas, muchas hojas, por que luego pierdo el hilo de su trama inicial.

Mi abuelo me sentaba sobre sus piernas o cerca de él y me leía algunos cuentos de libros de español, después yo solito buscaba mis cuentos. Confieso que mis primeras lecturas eran sobre hazañas de magos, príncipes, mendigos y princesitas.

Aún recuerdo uno de ellos, situado en un lugar de castillos.
Tras negarle la mano a un aldenano por no tener nada en sus bolsillos, éste solo cargaba mucho amor, pero nada de dinero consigo, se fue desilusionado al bosque. Nunca pensó en suicidarse, eso sólo pasa en la vida real y nunca en cuentos infantiles. Allí, un duende le dijo que portando una vestimenta de oso durante siete años le daría como recompensa un castillo y muchas monedas de oro. Así anduvo él por toda la comarca, vestido de oso, cargando las risas de todos los que lo veían pasar. Recibió su recompensa y fue muy feliz en su castillo, sin deudas o requerimientos para cotizar en el infonavit...pasados los años me pregunto ¿cómo iba al baño?, ¿llegó a lavar su disfraz?

viernes, 23 de mayo de 2008

Los hermanos

De los pocos amigos que tuve, los Cuates. Los cuates no se parecían en nada, sus personalidades eran bien diferentes, así pensábamos quienes los conocíamos, hasta dudábamos que en realidad fueran cuates, pero su mamá lo aseguraba.

La Cuata era de mediana estatura, llenita, seria con los desconocidos y risueña a los que conocía muy bien. De voz suave al hablar, pelo corto ondulado a ralla en medio. Crucifico por arriba del cuello de la blusa, usaba la falda del uniforme muy por abajo de las rodillas; las calcetas totalmente restiradas ocultaban sus piernas, mocasines negros, impecables. Siempre puntual, caminaba con paso lento y firme, en la mano izquierda abrazando libros y libretas.

Cantaba en las homilías dominicales, en la rondalla del la escuela, también cantaba cuando hacía tarea, cuando estaba triste o llovía, con sus amigos. Su vida era un musical.

Parecía una mujer mayor de lo que en realidad era, se veía muy madura por sus facciones físicas y por su por su vestimenta, era como una monja chiquita; a su hermano lo conocí mejor. Ambos eran de la misma estatura, él con un poco más de kilos en el abdomen, sonrisa timidona, voz algo ronca. Pelo corto, ondulado, con personalidad opuesta y parecida a su hermana. Tenía un carácter más abierto con los cercanos amigos, con los demás era muy reservado. Era más desobligado, impuntual, desordenado, valemadres.

En una clase donde llegó el director diciendo que lo importante para sobresalir en la vida era el estudio, la dedicación a éste y sobre todo ser ordenado en la vida. Caminó entre las butacas del salón, siguió platicando y fijó la mirada en el cuate: “como lo he estado diciendo, es importante ser dedicado y ordenado en los estudios”, volvió a decir.

Diciendo y actuando, tomó la libreta del cuate. Ha de ver pensado que era alguien de fiar, ordenado, tenía una facha de estudioso, pulcro; portaba bien planchado su uniforme. Alzó su libreta… las hojas como árbol muertas en otoño caían de su libreta. Algunos dibujos sin ton ni son, cayeron hasta el director, apuntes con pésima caligrafía, qué decir de la ortografía.

Hubiera habido risas, pero estaba el director. Sólo miradas indirectas entre nosotros.


También usaba un crucifico más a fuerza que por voluntad, olvidado muchas veces y recordado por su madre, quién decía que debía de traerlo puesto todos los días. Éste se debía colocar después de ponerse el uniforme de la escuela, antes de salir de casa, encima del cuello de la camisa para no ocultar nunca la fe cristiana.

Esto al cuate le valía. Sus amigos lo sabíamos muy bien. No sabíamos todas sus perversiones del wey. Tan pronto nos sinceramos, nos contó algunas, otras más las dedujimos. No hacía falta decir que quedaban bajo secreto de estado, pero ya pasó tiempo, tanto que hasta se casó el wey.

Tenía una fascinación inconmutable por las revistas pornográficas. Hasta hoy no he conocido a nadie con un tipo de religiosidad por algo, como él la tenía en ese momento. Las coleccionaba debajo de su colchón. Su mesada se le iba en comprar éste tipo de revistas.
Para los que los pocos que sabíamos, éstas se rolaban cada semana. Las prestaba sin cargo a una semana. Después como servicio de biblioteca pública se tenían que devolver sin excusa alguna.

Tres éramos sus amigos. Cada fin de semana, los viernes, ya a la salida ajustábamos cuentas, sabía que revistas habían sido prestadas y cuáles no.

Esa perversión pronto la descubrió su mamá un día que cambió las sábanas, una tarde que él no estaba. Una cantidad de revistas, a colores, en blanco y negro, en español e inglés estaban bien acomodadas y bien cuidadas debajo de su colchón. Así sin saber el valor de ellas, cuánto mitigaba la soledad, el valor monetario o sentimental de éstas, valiéndole madres, las agarró, en su arranque de ira las apiló en el patio y las quemó no sin antes decir una decena de salmos y rosearlas con agua bendita, a punto estuvo de ser excomulgado por su madre. Su niño era un pervertido pornográfico.

Todo esto me lo confesó El Cuate, como pecador que confiesa sus pecados. Sinceramente creo que no le afectó, pero le dolieron las revistas quemadas, con ellas se quemó algo de él. Todo esto fue avalado por su hermana, La Cuata, me contó del sufrimiento de su madre por la conducta de su hermano. Rosarios le rezaban, le roseaban agua bendita por las noches, a dos misas asistía los domingo, y ni una mesada de ahí en adelante. Sufrió de un incesante acoso y cateo por parte de su madre.
En el fondo ella quería que su hijo fuera clérigo, que tuviera la gloria celestial… el cabrón quería las glorias terrenales.

miércoles, 14 de mayo de 2008

La tía Eulalia

La tía Eulalia tenía un raro carácter. De niño la recuerdo sonriente, atenta, preocupada por nosotros. Siempre dispuesta a llevarnos al cine, a comer, a jugar, ella era la única tía que nos aguantaba. No se casó. Eso a ella no le importaba. A nosotros tampoco.

Se levantaba bien temprano con tubos en su cabeza. Ya pasada las siete de la noche el tiempo lo dedicaba a ella: bañarse, pintarse las uñas, ponerse mascarillas y antes de dormirse ponerse religiosamente los tubos en su cabeza. Así la recuerdo, con esa maraña de cabello cepillando largas horas frente al espejo, por las noches antes de ponerse sus tubos y por las mañanas al quitarlos.

No entiendo como podía dormir con semejante cosas en su cabeza envuelta con una pañoleta. Y si la vieran, dormía tranquilamente. Creo que no se movía mucho, la veíamos inmóvil, durmiendo boca arriba, sin moverse en absoluto, roncando.

Al otro día temprano, mientras se cambiaba se iba quitando tubo a tubo. Ya en el desayuno estaba totalmente presentable, antes muerta que sencilla. Ella era la que cuidaba a mi abuela de sus males, éstos la han de ver contagiado de tristeza y amargura, poco a poco dejo de sonreír, de salir, para consagrarse a su madre. Fue la que atendió a sus hermanos, luego a su padre enfermo, a sus sobrinos, después a mi abuela.

Era ella de carácter recio y tierno con sus sobrinos. Robusta, alta, llena de vida. Así la describen todos cuando la recuerdan

Cuando ya no hubo a quién cuidar, quiso empezar de nuevo al ocaso de su vida.

Triste es, por que cuando no hubo enfermos que asistir ni sobrinos por ver, el destino le jugo una mala jugada. Un cáncer agresivo le invadió rápido su cuerpo, tan rápido que cuando ella comentó esa navidad en una mesa los resultados de sus estudios, para fines de ese mismo año había extinto.

Tantos recuerdos guardaba ella en cajitas especiales, las tiraron, para nadie fueron importantes. Así se repartieron los pajaritos, se secaron las plantas, acabaron todo y pelearon los buitres la casa por muchos años

domingo, 11 de mayo de 2008

4 de Enero

Dejamos la casona un 4 de Enero, así que el día de los Reyes se adelantaron. Cuando la tía Eulalia me preguntó que le pediría a ellos, no le contesté, me sonrojé. Nunca dejes de creer en ellos, todos llevamos un niño dentro, me dijo.

Nunca se casó la tía. Ella era su compañía de la abuela, ambas perdidas en esa casa grande con much os cuartos con camas, con pajaritos en jaulas en los pasillos y macetas de barro con plantas de hojas grandes y verdes bien cuidadas.

Por las mañanas el olor del grano del café que salía de la cocina volaba, cruzaba el pasillo donde dormían los pajaritos, brincaba los geranios y entraba por las habitaciones. Nunca faltaba el café desde temprano, ese olor me despertaba.

El café ya estaba puesto desde las siete de la mañana. Por las tardes era lo mismo. Siete de la noche, casi en punto. Si algo había en esa casa, era puntualidad o la monotonía o una combinación de ambas. Se desayunaba, comía y merendaba a la misma hora. Se tomaba café en la mañana, y por la noche, estuviese lloviendo, hiciera calor o frío.

En la cocina había bolillos que compraban desde temprano y nata fresca para el que quisiera. Así que mis desayunos siempre eran bolillos dorados untados con nata y un jarrito de barro con café de grano. Así el olor de café en las tardes de lluvia o muy temprano, evoca mis pensamientos la cocina de mi abuela.

La tía volcaba un exacerbado amor hacia sus sobrinos, a quienes cariñosamente llamaba sus hijos.

El cuatro de enero, antes de partir, mucho antes de la siete de la mañana, el olor de café nos despertó. Antes que nos dijera la tía Eulalia : “vayan a buscar sus juguetes” nos adelantamos. Buscamos y rebuscamos. No había nada, ni el zapato que dejamos, ni el juguete. Nos volvimos a acostar.

Hacia un año atrás que mi prima al despertar antes que de costumbre un seis de Enero vio a los Reyes, me dijo. No se incorporó, al contrario, se quedó quieta, para ver tambaleando, casi enfrente de ella con un gran moño colorido su regalo. Así que todavía a oscuras, con el rabillo de un ojo observó el movimiento y sin inmutarse por el tosco ruido que hacían para poder meter esa nueva cama a su cuarto. Pendiente estaba con cara de consternación y sorpresa.

“No dije nada, no me atreví, me iban a calabazear, me confesó.

Así sentados a la mesa con un zapato cada quien miramos para todos lados Fingimos no saber nada. No desayunamos rosca de Reyes, no, fue cafe con bolillos sin nata.

“Espero que les haya gustado sus juguetes, mijos ” dijo la tía.

“Es que no los encontramos “, dijimos dudosos con cara de tal vez no buscamos bien.

Nos percatamos que debajo del árbol de la jacaranda , donde la perra tenía su casa, había hecho de su propiedad los juguetes y zapatos. Ella nos miraba desconcertada, nosotros a mi tía, mi tía a nosotros y todos en una carcajada que no desaparecerá de mis recuerdos jamás

miércoles, 7 de mayo de 2008

La bolsa de cuetes

A fines de ese año recuerdo estar rodeado de mis dos hermanos, primos y primas. No sumábamos más de diez en total. Fue la última vez que estuvimos juntos. Llevamos una piñata y muchos, muchos cuetes.
Algo raro estar ahí todos juntos. Cuando se trataba de que mi padre visitara la casa de mi abuela ponía pretextos: el trabajo. Mi madre también ponía pretextos para ir a la casa de mi padre: el quehacer del hogar que nunca acababa, la comida que tenía que estar lista para los hijos o un dolor repentino de cabeza...Eso siempre le funcionaba.

Ese día, mi padre estuvo en una presente ausencia, fumando, rodeado de una aureola de humo, como tratando de ahuyentar a los demás con ese fétido hedor. Esa adicción la adquirió ya tarde. No tengo recuerdos en mi temprana infancia de su adicción al cigarro. Mi madre feliz, en la que un día fue su casa, con los suyos. Se une a los villancicos, no se acuerda de nosotros. Mi padre nos tiene en la mira, no tolera el ruido, se aleja, trata de disimularlo de mala gana. Lo veo en sus expresiones, en su mirada inquisidora.

Encerrados en una habitación, los escuincles murmurábamos, todo nos causaba gracia, hacemos planes, nos apartamos de mi padre, a veces he llegado a pensar que le molesta la felicidad de los demás. Ante cualquier desmán, ruido, algo que no le parece por parte de sus hijos, suelta zapes a diestra y siniestra, sea grande, sea chico, a solas o en público, suelta el golpe sin investigar bien.


No pide perdón por su error, son gajes de un padre resentido de la vida. De siempre es frío, autoritario, no escucha, por eso no nos acercamos, todo le parece mal.

Entrada la noche quebramos la piñata. Hubiéramos llevado dos, una no fue suficiente para tan buen ambiente, el siguiente año llevaremos varias coincidimos mi hermanos y yo. Faltaba quemar los cuetes. Mi hermano hizo una selección de cuales llevar. Así los más quemados fueron los chifladores y otros, en los que, era más fácil quemarse con un cerillo que con esos cuetes. Otra bolsa quedó en mi casa guardada, escondida ante la vista de mi padre.

Vivimos un mismo año diferente. Los adultos en la azotea reviviendo muertos no olvidados, llorando de tristeza ante los ausentes. Yo no logro comprender su pena y me entusiasmo con la bolsita de papel que parece no tener fin. Me uno a la algarabía de los primos, todo es risa, felicidad.

Bien que la pasé, hasta que mi padre opacó la madrugada, los chifladores rezumbaron en los oídos de éste y lanzó zapes. Echar aguas no fue suficiente.

¡ no entienden que pueden quemar algo, carajo¡

¡ Itzhak , ni la friegas pareces chiquito¡

Fue la última vez que estuvimos en esa casona. Ya no había pretexto para estar ahí, ya no estaba la abuela.

jueves, 1 de mayo de 2008

¿Cúales son tus pecados?


Ya estaba en segundo año de secundaria cuando comulgué por primera vez. Mi madre no logró convencer a mi padre de renunciar a su religión, ni mi padre de que mi madre renunciara a la suya, ni tampoco sus padres lo pudieron lograr, de ahí la indiferencia mutua que ambas familias siempre se tuvieron. Si la religión no los unía no los uniría nada.

A diferencia de otros niños nunca me entusiasmé como los demás. Recuerdo que para muchos era algo esperado y trascendente, en especial para algunas infantas. Se sentían como novias chiquitas en esos vestidos blancos, pulcros, pomposos. Caminaban del brazo de sus padres, alzando con timidez su vestido para que no hubiera mancha, mostrando sus zapatos nuevos y calcetas blancas, garbosas hacia el altar.
Algunas lo usaban todo el día, aunque por lo habitual después de la ceremonia se cambiaban. No sé si alguna otra vez lo volverían a usar.

Recuerdo a una de ellas. Ya al ocaso de la tarde, corría, giraba para que flotara el vuelo de su vestido ya manchado en el largo de éste. Alta ella, parecía novia que había perdido la razón.
Ellos sólo en un atuendo blanco, simplón. No importaba, con un pantalón y una camisa blanca bastaba, se decía que nunca más volveríamos a vestir así.

Estuve en una preparación que llevó más de lo habitual. Varias faltas consecutivas que tuve a causa de la varicela fueron suficientes para no continuar, a punto, pero ya no fui.

Después, fue la falta de dinero de mis padres. Bajo el argumento de no tener dinero y la excusa de seguir asistiendo, ya que así saldría mejor preparado. El interés lo había perdido hacía mucho. Una vergüenza de ser el más grande del grupo me incomodaba. Contestaba las preguntas que me hacían y asistía por inercia, por la extrema y férrea autoridad de mi abuela materna. Entonces no importaba la opinión de uno. Era sólo obedecer de mala gana. No se contradecía a los adultos mayores, menos si se estaba uno preparando para recibir la comunión. Cualquier insolencia por parte de uno salía a flote lo de la preparación para la comunión.

Recuerdo mi turno en la confesión. Ese día tenía que estar arrodillado frente al sacerdote, delante de los que comulgarían por primera vez, de los que padres de éstos y familiares que esperaban su turno.Impacientes, a la espera de pasar, como si tuvieran una larga cadena de pecados que contar y tuvieran necesidad de ser absueltos.

Confieso que las gotas de sudor me escurrían como lagrimas que caen sin detenerse. “Por Dios, hijo, qué pecados puedes tener tú”, me dijo mi tía Eulalia, dándome un beso antes de arrodillarme ante el sacerdote.

¿Cuáles son tus pecados, hijo mío?

No me confesé del todo. No diría nada de mí ante un extraño, las intimidades serían mías y de nadie más, ahora las cuento. Había amado a Dios sobre todas las cosas, no había jurado el nombre de Dios en vano, ni ofendido a padre o madre, ni robado, ni había matado a nadie, ni había deseado la mujer de mi prójimo. No tenía pecados que decir — según yo—. Pero no iba a decir de las revistas pornográficas que el Cuate me prestaba, ni de las veces que nos reuníamos para ver los partidos de volibol o basquetbol, sólo para ver las entrepiernas de las viejas.

No importaba si perdían o lo mal que jugaban, el chiste era estar nada más como se movían. Siempre que había partido, nosotros en primera fila, sin decir una sola palabra durante el partido, desde el piso, sentaditos observábamos. Sólo se nos movían los ojos y otras cosas de un lado para el otro.
Ni tampoco me atreví a decir de las conversaciones de la banda, o sus sueños, ni perversiones, o fantasías, menos de las tácticas para llevarse a una vieja a la cama.

Tuve que inventar pecados sosos. Pensé que en ese momento era el centro de las miradas y que estaban atentos a oír ante la confesión de mis pecados. " ...es que no obedezco a mi mamá, padre, digo muchas mentiras… “

Desde entonces ya pintaba para mentiroso. Fue la primera y última vez que he confesado hasta ahora. Bien que recuerdo el día de mi primera comunión, tanto esperar y sólo hubo tamales y atole.