Era muy tarde, hacía frío, todavía no me dormía.
¡Se suicidó Raciel¡
¿Quién es ese wey…?
¿Quién…?
Las palabras me abandonaron. Tuve un nudo en la garganta y las piernas me empezaron a temblar. Si la conversación hubiera durado más habría llorado.
No podía creer, a veces uno escucha que suceden cosas y las siente tan lejanas, ajenas. Cuando alguien muere se imagina que fue por un accidente, una enfermedad grave o un anciano que está al ocaso de su vida.
Esa noche, no dormí bien, se me hizo eterna. Tuve mucho frío. Dudé de la noticia, de esa muerte. Al otro día llegué a la funeraria incrédulo con lo que había pasado.
No cuestioné porque lo hizo. Escuche tantas teorías, después de muerto tuvo tantas virtudes, no se supo que existió hasta que murió, cuando para muchos era un desconocido.
No sabía nada sobre las flores. Hasta dude en llevarlas. Pedí las que a mi gusto eran las flores más hermosas:” Déme esas rosas rojas”, esas son las que sobresalieron entre todas. Llegué incrédulo, vi sólo flores blancas, las mías rojas. Después mi madre me dijo que si se es joven deben de llevarse flores blancas
Me acerqué a su madre. Cuando me vio se paro, me acerqué, nos dijimos nada. No hubo palabras, sólo nos abrazamos por un breve instante. Estaba fría. No lloraba, estaba ausente de todos. Me dolió ver a su madre con esa pena, tan frágil
Tuve curiosidad, una curiosidad insana, ese defecto que tengo que le llaman curiosidad, que he llevado dentro, desde siempre. Me carcomía la duda por saber si efectivamente era él y si había alguna huella sobre cuello, su rostro. Me dirigí hacia el féretro. Titubeé. Era él. Su misma expresión, parecía dormido a punto de despertarse, sin ninguna huella aparente. No parecía difunto… Sólo noté sus labios secos. Llevaba un traje gris que no le conocía. Una corbata azul a rallas que hacía juego con su pálido rostro. Abrazaba entre sus dedos delgados una rosa blanca que se mimetizaba con sus largos dedos.
Todo alrededor de él eran flores blancas: rosas, claveles, alcatraces, excepto mis flores y la gente que estaba en un negro luto.
No olvidaré el rostro de su hermana, tendría unos doces años. Alta, pálida, peinada con una cola francesa, llevaba unas pequeñas arracadas de oro; vestía una blusa blanca sencilla de mangas largas, que resaltaba con un oscuro vestido sin mangas. Traía mallas lisas oscuras y zapatos negros. Lloraba desconsolada… abrazaba con ternura el féretro, como se abraza a un oso de peluche, a un hermano, sólo que él ya estaba muerto.
Reproché la acción que hizo en ese momento, lo injusto que había sido hacia su familia, pero lo comprendí años más tarde, cuando en una terrible depresión pensé en lo mismo.
No podía creer, a veces uno escucha que suceden cosas y las siente tan lejanas, ajenas. Cuando alguien muere se imagina que fue por un accidente, una enfermedad grave o un anciano que está al ocaso de su vida.
Esa noche, no dormí bien, se me hizo eterna. Tuve mucho frío. Dudé de la noticia, de esa muerte. Al otro día llegué a la funeraria incrédulo con lo que había pasado.
No cuestioné porque lo hizo. Escuche tantas teorías, después de muerto tuvo tantas virtudes, no se supo que existió hasta que murió, cuando para muchos era un desconocido.
No sabía nada sobre las flores. Hasta dude en llevarlas. Pedí las que a mi gusto eran las flores más hermosas:” Déme esas rosas rojas”, esas son las que sobresalieron entre todas. Llegué incrédulo, vi sólo flores blancas, las mías rojas. Después mi madre me dijo que si se es joven deben de llevarse flores blancas
Me acerqué a su madre. Cuando me vio se paro, me acerqué, nos dijimos nada. No hubo palabras, sólo nos abrazamos por un breve instante. Estaba fría. No lloraba, estaba ausente de todos. Me dolió ver a su madre con esa pena, tan frágil
Tuve curiosidad, una curiosidad insana, ese defecto que tengo que le llaman curiosidad, que he llevado dentro, desde siempre. Me carcomía la duda por saber si efectivamente era él y si había alguna huella sobre cuello, su rostro. Me dirigí hacia el féretro. Titubeé. Era él. Su misma expresión, parecía dormido a punto de despertarse, sin ninguna huella aparente. No parecía difunto… Sólo noté sus labios secos. Llevaba un traje gris que no le conocía. Una corbata azul a rallas que hacía juego con su pálido rostro. Abrazaba entre sus dedos delgados una rosa blanca que se mimetizaba con sus largos dedos.
Todo alrededor de él eran flores blancas: rosas, claveles, alcatraces, excepto mis flores y la gente que estaba en un negro luto.
No olvidaré el rostro de su hermana, tendría unos doces años. Alta, pálida, peinada con una cola francesa, llevaba unas pequeñas arracadas de oro; vestía una blusa blanca sencilla de mangas largas, que resaltaba con un oscuro vestido sin mangas. Traía mallas lisas oscuras y zapatos negros. Lloraba desconsolada… abrazaba con ternura el féretro, como se abraza a un oso de peluche, a un hermano, sólo que él ya estaba muerto.
Reproché la acción que hizo en ese momento, lo injusto que había sido hacia su familia, pero lo comprendí años más tarde, cuando en una terrible depresión pensé en lo mismo.
No lloré en su funeral, pero recordaré muchas cosas de El perico.
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