Era una tarde oscura pero despejada, sin nubes, sin luna, con un aire tibio. Caminando sobre la calle de Reforma, Octavio me contó más sobre su novia. Lo sentimental le salía de repente, ¿sería el humo del cigarro, o el bullicio de la gente, los autos, o todo junto? Apuesto que estaba dispuesto a dejar todo por ella; lo de él no era amor, era una adicción al sexo, pero amor era algo cuestionable. Uno se puede enamorar de cualquier mujer, ¿pero de una prostituta?
Él para ella era sólo un objeto, un amor desechable con una caducidad próxima a caducar.
Todo lo que sabía de ella era por voz de él. Creo que era su mejor amigo, que digo su mejor amigo, su único amigo, su confidente, porque con ella no platicaba, sólo tenían relaciones sexuales; yo confidentes no tenía, lo escuchaba, no cuestionaba, no opinaba, sólo sí me pedía alguna opinión, de lo contrario me concretaba a escuchar.
Lo que me pasaba no lo contaba a nadie, lo guardaba en algún lugar sin sacar mis sentimientos o emociones. Pensaba mi vida era tan irrelevante, que no tenía caso contarla.
No sé que se decían los mejores amigos, pero el me contaba todo, hasta su relación marital a detalle. Bueno, lo único que él tenía en la cabeza en ese momento era una luna de miel Interminable.
Algunas semanas después, encontramos a su novia sobre la acera contraria a nosotros. Era realmente joven y muy guapa, como alguien de mucha clase.
Traía unos pantalones blancos ajustados, con unas sandalias altas, una blusa entallada y una mascada pequeña y discreta sobre su cuello, el pelo lo llevaba suelto a raya en medio. Sin enseñar su cuerpo dejaba todo a la imaginación.
Octavio se detuvo, la miró, ella no; salía con un señor treinta años mayor que ella, independiente, de buen nivel económico, y casado. Eso a ella ni a él parecía impórtales.
El amor que un día pensó que habían sentido por él había caducado.