martes, 25 de marzo de 2008

Mi primer beso

Mi padre no podía controlar su enojo, aún así a mí me iba bien, no así a Dalila.

A ella la conocí en los primeros días de secundaría.
Mi primer beso no fue de esos espontáneos, ni robado, o de esos eternos, o deseados, o a escondidas, no. Fue delante de todos mis compañeros en una kermés.
Ahí fue donde coincidimos, desde los primeros días de clase nos hicimos amigos y fue allí donde nos casamos y nos dimos nuestro primer beso.
No era la más guapa de la escuela, mucho menos del salón, pero era la más chida conmigo. Hubo toda clase de confidencias, de esas que sólo se cuentan a los que consideramos amigos.

Era ella una chica de lo más sencilla. Siempre andaba con pastillas o mascando discretamente chicle sabor hierbabuena, para ser franco, fue ese olor intenso a hierbabuena lo que llamó mi atención.

En su mochila había de todo. Cargaba una infinidad de triques: fácil se podía encontrar libros, libretas forradas y amarradas con estambre en lo que parecía haberse llevado meses de ardua elaboración, un par de tijeras, resistol, cinta diurex, mucho papel sanitario, infinidad de plumas, lápices, su cepillo y bolitas para el pelo, miguelitos, pastillas, y por supuesto numerosos chicles, - aún ahora conservo esa adicción-.

Siempre andaba peinada igual. A ralla en medio, o hacía una especie de zigzag, se dejaba el fleco, lo restante lo agarraba formando unas discretas coletillas que iban peinadas hacia atrás, confundidas fácil con el largo de su pelo que lo llevaba a la altura de los hombros.

Ahora que evoco su fisonomía y su personalidad, fácil recuerdo su manera de ser, extraña, solitaria, distanciada de todos. Muy parecida a mí en ese aspecto.

Su madre no era alta, complexión robusta, cabello corto. De lejos la conocí en la primera clausura escolar. Tenía ante los demás una imagen tierna, bonachona, muy diferente cuando se enojaba. Una rara personalidad muy parecida al Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Todos conocían su sonrisa tímida de aspecto amigable. Sólo sus hijas conocían su otra personalidad.

En su enojo agarraba cualquier cosa que tuviera a la mano para ocuparla de utensilio de tortura, cualquier parte del cuerpo era bueno para desquitar su frustrado enojo. Cuando Dalila sacaba malas notas o hacía algo que molestara a su madre, ésta agarraba y le pegaba con saña. No era de las personas que levantara la voz o gritara en la calle. Los insultos y los golpes eran en la casa. Demasiado silencio en la calle era indicio de una tempestad dentro de ella.

No había cable de plancha, grabadora, algo con cordón para tal propósito. Así arrancó varios cordones de plancha.

Un cable de una grabadora estaba colocado a la entrada de su casa sobre el perchero para tal propósito. Más valía nunca quitar ese cable porque resultaba contraproducente. Al entrar lo mejor era detenerse y aguantar los golpes. Dalila siempre se agarraba la cara, su madre tiraba golpes a diestra y siniestra por todo el cuerpo.
Al principio huía, después se quedaba en espera de que su madre desquitara ese enojo acumulado, después por gusto o simple coraje se orinaba delante de ella mientras era golpeada. Aguantaba sin decir nada.
No lloraba, nunca lo hizo. No delante de su madre.

martes, 18 de marzo de 2008

¿Cómo quiere el corte, joven?

De niño no andaba con cabello corto. El pelo lo llevaba rozando las cejas, el largo cubría por completo ambas orejas, era un peinado de estilo cazuelita. No me molestaba ni me disgustaba, me era indiferente, nunca antes le había prestado atención. Lo extrañé tan pronto mi padre me llevó a la peluquería, y deje de ir a la estética unisex, donde se lo cortaban regularmente a mi madre.
Donde iba mi padre era todo tan diferente. Un olor a humo de cigarro, talco, alcohol y brillantina se percibía al entrar al lugar, ya no a peróxido ni a esmalte para la uñas. Los cromos con peinados de señora y propaganda de tintes colgados en las paredes pasaron a cromos de mujeres en trajes de baño. Las revistas de modas y espectáculos se quedaron en la estética.

Las conversaciones eran muy similares, hablar de todo, de la gente, del clima, política, deporte.

Un amplio espejo de lado a lado era lo primero que se veía, estaba colocado sobre un anaquel de madera, frente a él se veían tres sillones perfectamente distanciados uno de otro, aunque siempre estuviera sólo un peluquero.

Un anaquel de madera viejo, a tono con el interior del negocio, al igual que toda la estantería insistentemente pintada burdamente con pintura de aceite blanca, una y otra vez, servían para colocar toda la parafernalia que usaban. Todo se veía y olía a viejo. Excepto las revistas.

En una esquina había una gran variedad de revistas, muy diferentes a las de la estética, no faltaban novelillas de vaqueros, revistas de nota roja y el periódico del día. Cuántas cosas por hojear. Fue la primera y última vez que lo hice frente a mi padre. De siempre tuvo aversión hacia ese tipo de lecturas. Así cuando quería hojearlas, era en la peluquería, o en algún lugar donde no estuviera mi padre presente.

Cuando fue mi turno el peluquero acomodó un asiento de madera, empotrado sobre un sillón enorme para que no me perdiera en él. ¿Cómo quiere el corte para el niño? Nunca me preguntó a mí. Corto, corto, de cepillo, dijo ordenando mi padre. Los vi a ambos con ojos grandes al ver caer mi cabellera. No dije nada. Una rabia se apoderó de mí ese día, apreté los dientes, aún lo recuerdo.

No me miré en el espejo durante muchos días. No tener cabello me disgustaba, detesté el corte de cabello, al peluquero y a mi padre por mucho tiempo. Ya sin cabello tenía otra apariencia física, en el salón me sentí raro. Más de una vez fui pelón de muestra para los demás.

No podía hacer berrinche, ni llorar, no enfrente de mi padre. No existía el yo creo… yo pienso…yo quiero. No había dialogo. Alguna vez que alcé la voz con mirada retadora, mi padre soltó una bofetada, a veces dos. Aprendí a cerrar los ojos en esperaba de sentir su pesada mano sobre mi rostro. A veces llegué a pensar que él lo disfrutaba. Yo no me inmutaba, sólo esperaba, quietecito nomás.
Poco a poco me empecé a alejar de él, de sus conversaciones.
Después de varios años empecé a ir yo sólo a la peluquería, allí, éste siempre preguntaba ¿Cómo quiere el corte, joven? Corto, corto, por favor. Aún después de muchos años, me acostumbré a pedirlo así.

martes, 11 de marzo de 2008

¿ Qué onda pelón?

El inicio y fin de cursos coinciden con la época de lluvias. Así en recuerdos de mis clases vespertinas están implícitos los chipichipis y fuertes aguaceros que se dejan sentir por las tardes.

Ya bien pronto, al iniciar la secundaria, al igual que a los profesores, los estudiantes éramos clasificados. Los mataditos, los deportistas, los desmadrosos, y así sucesivamente. A la mayoría los recuerdo, dentro de clase, por sus apellidos y fuera de éste por sus apodos.

Mi mote me lo gané a escasos días de haber ingresado.

El Himno Nacional era parte inicial de la clase de Educación Artística. Teníamos que aprendérnoslo, pocos días nos dieron para ello. El maestro daba la tonada y nosotros teníamos que seguir las estrofas después de él. Días después siguió la evaluación, uno a uno, delante de todos. Las risas silenciosas no se hicieron esperar. Las risas fueron subiendo de tono conforme pasábamos al frente.
Cuando fue mi turno pasé. Un frío se apoderó de mí, así como muchas ganas de orinar. Era la última clase del día. Llovía. Me incomodó tanto silencio, las miradas observándome.
Empezó el maestro, y dijo: “continua, por favor”. Canté. ¿Cómo se supone que iba a estar entonado si nunca me habían enseñado a vocalizar. Nunca he sido de las personas que cantan, a lo mucho he tarareado en tono desafinado las canciones que subconscientemente se pegan al estar en el radio una y otra vez.

Me senté y fue el turno de una compañera. Hubo un momento de oscuridad, todos gritaron. Se escuchaban los truenos.

Nunca la había visto tan detalladamente como ese día. Allí estaba ella, parada enfrente de todos, a la espera de las instrucciones del maestro. Tosió, pasó sus dedos por su lacio pelo que llegaba hasta el cuello. Se acomodó un prendedor que sostenía un fleco de lado derecho.
Separaba un poco sus pies , juntaba y doblaba un poco sus rodillas. Alta ella, un suéter negro, delgado, entallado la hacía ver más que flaca.
“Silencio por favor”. Empezó el profesor y continuó ella. Las risas no se hicieron esperar. También empezé a reir con descaro como los demás lo hacían. ¿Por qué se tenía que fijar en mí de entre toda la clase?

“Usted, el pelón, cierre la puerta”. Todavía voltee para todos lados – nunca he podido olvidar eso-, buscaba a un compañero que estuviera más pelón que yo. Me agarraron la cabeza. “Tú wey “.
Una compañera se ofreció a cerrarla. “Siéntese, señorita “, “Usted, el pelón, cierre la puerta”. Cerré la puerta. “Cierre, pero por fuera”. Ya no había risas. Al tiempo que salí oí, que molesto se dirigía a los demás. Mí mente estaba en blanco, el maestro movía la boca, manoteaba.
Ella ya no cantaba. . Seguía los movimientos del profesor de un lado para otro. Afuera del salón permanecí mirando por momentos a través de la ventana a mis compañeros, cómo un perrito mojado que busca que lo dejen entrar. ¿ a dónde iba a ir, si mi mochila estaba dentro del salón? Llovía.
Intenté hablar con el maestro. Fue inútil. “no se puede ofender de esa manera al Himno Nacional como usted lo ha hecho".
Vi su manera particular de vestir, su camisa toda entallada y corta , desfajada en la parte de atrás y desabotonado el último botón, dejando ver un abdomen prominente que colgaba por encima del cinturón. El aire jugaba insistente con su mechón de pelo que se movía de un lado para otro. Una insistencia de llevar un largo fleco que peinaba de lado izquierdo al derecho para cubrir la falta de pelo en la parte frontal de su cabeza, lo hacía ver de una manera cómica.
Una sonrisa se dibujo en mi rostro. “Su sonrisa burlona es intolerable, está usted expulsado de mi clase”.

Quedé bajo la lluvia, mirando como se marchaba él con su viejo portafolio negro, con sus asas desgastadas.

sábado, 8 de marzo de 2008

El deporte no es lo mío


¿Qué condición física podíamos tener? Teníamos cuerpos flácidos, yo mismo era ese caso. De siempre he tenido una figura delgada, torpe, al mismo tiempo un raro abdomen, sin haberlo tenido nunca prominente.
En la secundaria hice pruebas para atletismo, al grito de “fuera “, corrí… corrí… cuál animal perseguido. Tomaron mis datos. Cuál respuesta de recursos humanos:
“¡Luego te llamamos ¡ “.
Pregúntenme cuándo me llamaron. Sigo esperando respuesta.
Algo que realmente me molestaba eran algunas tipas que se desvivían por ayudar al maestro. Ya sea forrando sus fólderes donde pasaba lista, marcando las asistencias o inasistencias, colocando notitas o garabatitos sobre de ellas. Desde entonces tengo una abominación por las asistentes personales de los maestros.
Ellas, las asistentes tenían buenas notas. Entonces empezaban las burlas ¿cómo conseguían buenas notas si les estorbaban las carnes? No participaban, se cansaban de inmediato , o tenían mil excusas y recetas médicas.

De todos era sabido que el maestro de educación física era un maestro barco y corrupto, no sólo ese, sino muchos más. La voz se corría de inmediato, quién o quienes de los maestros eran fáciles de sobornar.

Muchos de ellos tenían un currículo impecable o deshonesto desde mucho antes que nosotros llegáramos. Sus sobrenombres ya habían sido designados desde tiempo atrás, nosotros sólo coreábamos lo que decían los demás. No había perdón para un maestro quemado una vez.
Eran muy raros los maestros a los que se referían con sus apellidos. Tan pronto llegaban a dar sus primeras clases, se les buscaba cualquier defecto: en el modo de hablar, caminar, enseñar, mirar. Si era muy flaco, muy gordo, con poco o abundante cabello. Cualquier situación podía ser usada en su contra.

Así muchos profesores con carácter fuerte tenían apodos temibles, y los de carácter débil tenían motes irrisorios.

Las clases de educación física consistían en correr dándole varias vueltas a una cancha de béisbol. Un total abandono por parte de nuestro maestro y un desinterés por parte de nosotros. Años después sigo sin enteder la causa de darle vueltas a esa cancha.
Creí entonces que el deporte no era lo mío… o así me lo hicieron creer.

domingo, 2 de marzo de 2008

El olor del cigarro

Ninguno de nosotros tenía condición física.
Se nos podía ver en el departamento dormidos como perros en las horas de mayor calor. El silencio era irrumpido de vez en cuando por ronquidos o por el chasquido que se hace al encender un cerrillo.

Un olor con exceso a humo de cigarro estaba impregnado en toda la habitación, para cualquier persona no fumadora podría serle molesto. Y es que el humo se impregnaba hasta en los calzones. No había prenda que se salvara de ello: toallas, suéteres, chaquetas, cobijas, tenían ese olor característico de una persona fumadora. Ese hedor se metía por todos los rincones de las habitaciones.
El cigarro renuente que más de vez rechacé la mayoría de veces, poco a poco se me hizo adictivo, extrañaba el olor y sabor de éste. No gracias había dicho en más de una vez. Acepté uno de la mano de Carlos, entre mis dedos lo coloqué. Un cerillo encendido, sin prisa, suave, se alejó por un instante, hasta que su humo se extinguió lo suficiente como para poder acercarme sin molestia. Lo prendí suave, aspirando y tragándolo de manera torpe. “Siéntelo wey”.
No sentí nada. Su sabor amargo me era indiferente.
Esa noche circularon los cigarros, las cervezas de a cuartito, y las anécdotas de cada uno de nosotros. ¿Crees en los fantasmas? ¡Los muertos, muertos están¡
El olor a tierra mojada de esa noche se mezcló con olor a ropa húmeda, a copias de lociones baratas - el único que compraba originales era Carlos-, y humo de cigarros Marlboro. Mi primer cigarro fue años atrás.

Esa tarde, el cielo de por sí grisáceo del Defe se iluminaba por momentos por truenos, sin llegar a escucharse. Había oscurecido más temprano que de costumbre.
Nunca me había tocado un chubasco en plena calle, esa noche fue la excepción. Tomamos el microbús a la altura de la Casa del Lago, sobre Reforma. Justo al bajar del microbús frente a la calle de Génova y dar los primeros pasos cayó el aguacero de improviso. Muchas personas habían ocupado el parabús sobre la avenida. Estaban paradas sobre los asientos de acero, tratando de no mojarse.
Corrimos mojados para todos lados, debajo de los toldos no cabía nadie. Éramos unas ratitas huyendo del agua, tratando de no mojarnos. Nos metimos poco a poco entre la gente. Alguien sacó de entre su mochila los dos últimos cigarros que quedaban. Uno cayó al agua y el otro prendieron, lo rolaron, y cuando llegó a mis manos era sólo un despojo. Sólo aspire como los demás lo hacían, por simple imitación. Fue una sensación extraña. En mis dedos quedó el olor a cigarro húmedo.
En vano esperar el cese de la lluvia. Corrimos hacia el metro y nos despedimos uno a uno.