Mi padre no podía controlar su enojo, aún así a mí me iba bien, no así a Dalila.
A ella la conocí en los primeros días de secundaría.
Mi primer beso no fue de esos espontáneos, ni robado, o de esos eternos, o deseados, o a escondidas, no. Fue delante de todos mis compañeros en una kermés.
Ahí fue donde coincidimos, desde los primeros días de clase nos hicimos amigos y fue allí donde nos casamos y nos dimos nuestro primer beso.
Ahí fue donde coincidimos, desde los primeros días de clase nos hicimos amigos y fue allí donde nos casamos y nos dimos nuestro primer beso.
No era la más guapa de la escuela, mucho menos del salón, pero era la más chida conmigo. Hubo toda clase de confidencias, de esas que sólo se cuentan a los que consideramos amigos.
Era ella una chica de lo más sencilla. Siempre andaba con pastillas o mascando discretamente chicle sabor hierbabuena, para ser franco, fue ese olor intenso a hierbabuena lo que llamó mi atención.
En su mochila había de todo. Cargaba una infinidad de triques: fácil se podía encontrar libros, libretas forradas y amarradas con estambre en lo que parecía haberse llevado meses de ardua elaboración, un par de tijeras, resistol, cinta diurex, mucho papel sanitario, infinidad de plumas, lápices, su cepillo y bolitas para el pelo, miguelitos, pastillas, y por supuesto numerosos chicles, - aún ahora conservo esa adicción-.
Siempre andaba peinada igual. A ralla en medio, o hacía una especie de zigzag, se dejaba el fleco, lo restante lo agarraba formando unas discretas coletillas que iban peinadas hacia atrás, confundidas fácil con el largo de su pelo que lo llevaba a la altura de los hombros.
Ahora que evoco su fisonomía y su personalidad, fácil recuerdo su manera de ser, extraña, solitaria, distanciada de todos. Muy parecida a mí en ese aspecto.
Su madre no era alta, complexión robusta, cabello corto. De lejos la conocí en la primera clausura escolar. Tenía ante los demás una imagen tierna, bonachona, muy diferente cuando se enojaba. Una rara personalidad muy parecida al Dr. Jeckyll y Mr. Hyde. Todos conocían su sonrisa tímida de aspecto amigable. Sólo sus hijas conocían su otra personalidad.
En su enojo agarraba cualquier cosa que tuviera a la mano para ocuparla de utensilio de tortura, cualquier parte del cuerpo era bueno para desquitar su frustrado enojo. Cuando Dalila sacaba malas notas o hacía algo que molestara a su madre, ésta agarraba y le pegaba con saña. No era de las personas que levantara la voz o gritara en la calle. Los insultos y los golpes eran en la casa. Demasiado silencio en la calle era indicio de una tempestad dentro de ella.
No había cable de plancha, grabadora, algo con cordón para tal propósito. Así arrancó varios cordones de plancha.
Un cable de una grabadora estaba colocado a la entrada de su casa sobre el perchero para tal propósito. Más valía nunca quitar ese cable porque resultaba contraproducente. Al entrar lo mejor era detenerse y aguantar los golpes. Dalila siempre se agarraba la cara, su madre tiraba golpes a diestra y siniestra por todo el cuerpo.
Al principio huía, después se quedaba en espera de que su madre desquitara ese enojo acumulado, después por gusto o simple coraje se orinaba delante de ella mientras era golpeada. Aguantaba sin decir nada.
No lloraba, nunca lo hizo. No delante de su madre.
1 comentario:
Tal vez así trataron a esa señora, pero sería injusto continuar una cadena de lo mismo. Odio a las personas así. Pobre Dalila.
Saludos para Usted.
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