De los pocos amigos que tuve, los Cuates. Los cuates no se parecían en nada, sus personalidades eran bien diferentes, así pensábamos quienes los conocíamos, hasta dudábamos que en realidad fueran cuates, pero su mamá lo aseguraba.
La Cuata era de mediana estatura, llenita, seria con los desconocidos y risueña a los que conocía muy bien. De voz suave al hablar, pelo corto ondulado a ralla en medio. Crucifico por arriba del cuello de la blusa, usaba la falda del uniforme muy por abajo de las rodillas; las calcetas totalmente restiradas ocultaban sus piernas, mocasines negros, impecables. Siempre puntual, caminaba con paso lento y firme, en la mano izquierda abrazando libros y libretas.
Cantaba en las homilías dominicales, en la rondalla del la escuela, también cantaba cuando hacía tarea, cuando estaba triste o llovía, con sus amigos. Su vida era un musical.
Parecía una mujer mayor de lo que en realidad era, se veía muy madura por sus facciones físicas y por su por su vestimenta, era como una monja chiquita; a su hermano lo conocí mejor. Ambos eran de la misma estatura, él con un poco más de kilos en el abdomen, sonrisa timidona, voz algo ronca. Pelo corto, ondulado, con personalidad opuesta y parecida a su hermana. Tenía un carácter más abierto con los cercanos amigos, con los demás era muy reservado. Era más desobligado, impuntual, desordenado, valemadres.
En una clase donde llegó el director diciendo que lo importante para sobresalir en la vida era el estudio, la dedicación a éste y sobre todo ser ordenado en la vida. Caminó entre las butacas del salón, siguió platicando y fijó la mirada en el cuate: “como lo he estado diciendo, es importante ser dedicado y ordenado en los estudios”, volvió a decir.
Diciendo y actuando, tomó la libreta del cuate. Ha de ver pensado que era alguien de fiar, ordenado, tenía una facha de estudioso, pulcro; portaba bien planchado su uniforme. Alzó su libreta… las hojas como árbol muertas en otoño caían de su libreta. Algunos dibujos sin ton ni son, cayeron hasta el director, apuntes con pésima caligrafía, qué decir de la ortografía.
Hubiera habido risas, pero estaba el director. Sólo miradas indirectas entre nosotros.
También usaba un crucifico más a fuerza que por voluntad, olvidado muchas veces y recordado por su madre, quién decía que debía de traerlo puesto todos los días. Éste se debía colocar después de ponerse el uniforme de la escuela, antes de salir de casa, encima del cuello de la camisa para no ocultar nunca la fe cristiana.
Esto al cuate le valía. Sus amigos lo sabíamos muy bien. No sabíamos todas sus perversiones del wey. Tan pronto nos sinceramos, nos contó algunas, otras más las dedujimos. No hacía falta decir que quedaban bajo secreto de estado, pero ya pasó tiempo, tanto que hasta se casó el wey.
Tenía una fascinación inconmutable por las revistas pornográficas. Hasta hoy no he conocido a nadie con un tipo de religiosidad por algo, como él la tenía en ese momento. Las coleccionaba debajo de su colchón. Su mesada se le iba en comprar éste tipo de revistas.
Para los que los pocos que sabíamos, éstas se rolaban cada semana. Las prestaba sin cargo a una semana. Después como servicio de biblioteca pública se tenían que devolver sin excusa alguna.
Tres éramos sus amigos. Cada fin de semana, los viernes, ya a la salida ajustábamos cuentas, sabía que revistas habían sido prestadas y cuáles no.
Esa perversión pronto la descubrió su mamá un día que cambió las sábanas, una tarde que él no estaba. Una cantidad de revistas, a colores, en blanco y negro, en español e inglés estaban bien acomodadas y bien cuidadas debajo de su colchón. Así sin saber el valor de ellas, cuánto mitigaba la soledad, el valor monetario o sentimental de éstas, valiéndole madres, las agarró, en su arranque de ira las apiló en el patio y las quemó no sin antes decir una decena de salmos y rosearlas con agua bendita, a punto estuvo de ser excomulgado por su madre. Su niño era un pervertido pornográfico.
Tres éramos sus amigos. Cada fin de semana, los viernes, ya a la salida ajustábamos cuentas, sabía que revistas habían sido prestadas y cuáles no.
Esa perversión pronto la descubrió su mamá un día que cambió las sábanas, una tarde que él no estaba. Una cantidad de revistas, a colores, en blanco y negro, en español e inglés estaban bien acomodadas y bien cuidadas debajo de su colchón. Así sin saber el valor de ellas, cuánto mitigaba la soledad, el valor monetario o sentimental de éstas, valiéndole madres, las agarró, en su arranque de ira las apiló en el patio y las quemó no sin antes decir una decena de salmos y rosearlas con agua bendita, a punto estuvo de ser excomulgado por su madre. Su niño era un pervertido pornográfico.
Todo esto me lo confesó El Cuate, como pecador que confiesa sus pecados. Sinceramente creo que no le afectó, pero le dolieron las revistas quemadas, con ellas se quemó algo de él. Todo esto fue avalado por su hermana, La Cuata, me contó del sufrimiento de su madre por la conducta de su hermano. Rosarios le rezaban, le roseaban agua bendita por las noches, a dos misas asistía los domingo, y ni una mesada de ahí en adelante. Sufrió de un incesante acoso y cateo por parte de su madre.
En el fondo ella quería que su hijo fuera clérigo, que tuviera la gloria celestial… el cabrón quería las glorias terrenales.
1 comentario:
Pobre cuate. Pero cuando descubres y te das la vida de placeres, es muy difìcil deshacerte de ellos.
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