Ninguno de nosotros tenía condición física.
Se nos podía ver en el departamento dormidos como perros en las horas de mayor calor. El silencio era irrumpido de vez en cuando por ronquidos o por el chasquido que se hace al encender un cerrillo.
Se nos podía ver en el departamento dormidos como perros en las horas de mayor calor. El silencio era irrumpido de vez en cuando por ronquidos o por el chasquido que se hace al encender un cerrillo.
Un olor con exceso a humo de cigarro estaba impregnado en toda la habitación, para cualquier persona no fumadora podría serle molesto. Y es que el humo se impregnaba hasta en los calzones. No había prenda que se salvara de ello: toallas, suéteres, chaquetas, cobijas, tenían ese olor característico de una persona fumadora. Ese hedor se metía por todos los rincones de las habitaciones.
El cigarro renuente que más de vez rechacé la mayoría de veces, poco a poco se me hizo adictivo, extrañaba el olor y sabor de éste. No gracias había dicho en más de una vez. Acepté uno de la mano de Carlos, entre mis dedos lo coloqué. Un cerillo encendido, sin prisa, suave, se alejó por un instante, hasta que su humo se extinguió lo suficiente como para poder acercarme sin molestia. Lo prendí suave, aspirando y tragándolo de manera torpe. “Siéntelo wey”.
No sentí nada. Su sabor amargo me era indiferente.
Esa noche circularon los cigarros, las cervezas de a cuartito, y las anécdotas de cada uno de nosotros. ¿Crees en los fantasmas? ¡Los muertos, muertos están¡
El olor a tierra mojada de esa noche se mezcló con olor a ropa húmeda, a copias de lociones baratas - el único que compraba originales era Carlos-, y humo de cigarros Marlboro. Mi primer cigarro fue años atrás.
Esa tarde, el cielo de por sí grisáceo del Defe se iluminaba por momentos por truenos, sin llegar a escucharse. Había oscurecido más temprano que de costumbre.
Nunca me había tocado un chubasco en plena calle, esa noche fue la excepción. Tomamos el microbús a la altura de la Casa del Lago, sobre Reforma. Justo al bajar del microbús frente a la calle de Génova y dar los primeros pasos cayó el aguacero de improviso. Muchas personas habían ocupado el parabús sobre la avenida. Estaban paradas sobre los asientos de acero, tratando de no mojarse.
Corrimos mojados para todos lados, debajo de los toldos no cabía nadie. Éramos unas ratitas huyendo del agua, tratando de no mojarnos. Nos metimos poco a poco entre la gente. Alguien sacó de entre su mochila los dos últimos cigarros que quedaban. Uno cayó al agua y el otro prendieron, lo rolaron, y cuando llegó a mis manos era sólo un despojo. Sólo aspire como los demás lo hacían, por simple imitación. Fue una sensación extraña. En mis dedos quedó el olor a cigarro húmedo.
En vano esperar el cese de la lluvia. Corrimos hacia el metro y nos despedimos uno a uno.
3 comentarios:
El sabor de las primeras caladas, el ardor en la garganta, el mareo en la cabeza... no hay nada como los primeros cigarros que se fuman. Excelente relato, me ha gustado mucho tu blog. ¡Saludos!
HOLA
Gracias por el comentario.
¿ ... y por qué te gustó?
saludos
¡Hola Itzhak! Yo de nuevo. Juas, juas. Lo siento.
Creo que todos empiezan de manera torpe, luego ya le encuentran el modo. No como yo que a los 5 años "me anduve metiendo mi primer cigarro" (pero metiendo de que me lo famaba eh!) y eran puras patrañas mías; el humo nunca se fue hasta adentro ya que tenía miedo de toser, pues la prueba de fuego para mis compañeros y para mí, era no toser después de succionar.
Ora si ya me voy. No molesto más.
Aaaah!! Tus historias están muy chidas. Byeeeee.
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