miércoles, 28 de noviembre de 2007

¿ Quién es Carlos?


La primera vez que lo vi, me vio indiferente, se me hizo pedante. No era muy tarde, pero ya había oscurecido hacía un buen rato. Había dejado de llover. No hacía frío. No había nadie en el departamento excepto él.

Estaba sentado en su cama fumando, absorto en su mundo, en sus aros de humo del cigarro, éste llamó mi atención y me dirigí hacia la otra recámara, donde él estaba. Vestía unos pantalones de mezclilla ajustados y unas botas vaqueras. Una sudadera con gorro. ES lo único que recuerdo.
Me miró como si fuese una especie rara a la que hay que mirar con curiosidad. Di la media vuelta y escuche: soy Carlos. De espaldas mencioné mi nombre, Itzhak. No me quedé a conversar, no me interesó lo que él pudiera decirme. Salí del cuarto y lo dejé sentado sobre su cama. Ahí fumaba, cuando estaba solo, o cuando no tenía nada que hacer, o por simple gusto igual.
Rehuí a las primeras conversaciones, ya me había dado su carta de presentación desde el primer momento en que lo vi. Después me buscó y para ser franco nuestras primeras conversaciones se me hicieron sosas. No me interesaba en lo más mínimo si tenía un auto blanco o azul. Aún así lo escuchaba con detalle.

En los días subsecuentes las conversaciones parecían no tener fin. Más por parte suya que mía.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Yo siempre tenía hambre


No sólo doña Augusta era una angustia andante, era además una persona cicatera. En la comida nos daba minucias. Parecía todo muy racionado. Entonces yo siempre tenía hambre.

En el departamento lo único que sobraba era café. Teníamos algunos morralitos de café en un estante donde sólo había una cafetera, algunas tazas, platos y mucho grano de café. Por las noches siempre la merienda era igual. Café con leche y pan. El olor a café parecía impregnarse por los rincones del departamento de la planta baja.

Si de casualidad andábamos en la calle, comíamos algo. No acostumbraba a comer fuera, porque comía en el departamento, pero todo el tiempo tenía hambre. Alguna fritanga, un pan, alguna quesadilla, esquites, cualquier vendimia callejera era buena, nos acercábamos, oiga, ¿qué vende? Nuestra dieta de los martes por la noche eran pizzas al dos por uno. Un negocio cerca de CU ofrecía, si bien sólo poca variedad de pizzas y nada de extraordinarias, lo mejor de todo ello, que eran dos por el precio de una.

Mi cuerpo era flaco, siempre lo fue. A los 17 años parecía de mucho menos. Carlos tomó un afecto especial hacia mí, como de hermano mayor, a pesar que tan sólo era mayor que yo por dos o tres años. Hubo una complicidad entre nuestras conversaciones

sábado, 17 de noviembre de 2007

Doña angustia


No supe el porqué de su apodo, pero lo deduje desde el primer momento. Siempre andaba con sus angustias y achaques. Le dolía la cabeza, o se le subía su azúcar o era la presión. Tenía dolor de espalda, de rodilla, de riñón. Todo le dolía, cuando hacía frío, con el calor, cuando llovía… aún así nunca la vi en cama. Se le podía ver con dedos entrelazados, cabizbaja preocupada por todo. Cuando sus hijas todavía no llegaban pensaba en que habría pasado; por el alza de la luz, el incremento al transporte, ¿qué vamos a hacer Itzhak?
Todo era preocupante para ella, cualquier problema ajeno lo hacía propio. Entonces tenía un montón de problemas, sus problemas de ella y los problemas de los demás. Era ella una angustia andante.

domingo, 11 de noviembre de 2007

La dueña del departamento

Doña angustia era la dueña del departamento; vivía ella en una casa junto a la nuestra. Siempre tenía un ojo para ver quién entraba o salía. Casi todos los que entraban, ella los conocía. Sabía quienes eran, y todos sin excepción habían contestado el interrogatorio a los que sometía cuando los conocía por primera vez.

Pendiente estaba ante cualquier desmán. Era ella la que hacía la comida en el departamento, ella y la hija mayor.
Su nombre era una deformación de Augusta. Doña Angustia era de complexión bajita, su cabeza casi asomaba de vez en vez pareciera que no tenía cuello, como una tortuguita. De voz suave y plagosa. Cualquiera que la oyera pensaría que era de carácter débil, por su estatura, por su cara de facciones dulces, pero era recio, irónico. Era la que mandaba en su casa, su esposo jubilado no opinaba, no decía nada, es más diré que nunca lo escuche decir palabra alguna delante de ella, parecía mudo. No opinaba.

Tenían ellos cinco hijas y un hijo. Ellas, sus hijas tenían el carácter de su madre, y él, el hijo tenía el carácter de su padre. Su carácter de ellas no me consta del todo, pero el de él, sí. Algunas tardes o tardes noches iba al departamento y era el que armaba los desmanes, el que platicaba y quería que la fiesta no acabara. Parecía bullanguero, alegre, extrovertido, mujeriego, aventurero, pero al día siguiente de casado se transformó por completo, era todo lo opuesto al que yo un día conocí. Lo dejamos de ver. No volvió a convivir con nosotros. Sólo saludaba como diciendo: hola y adiós.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Río Papagayo

El departamento era como cualquier otra casa sobre la calle de Río Papagayo. No tenía alguna característica en particular, ni perros ni gatos propios.

Acaso un pequeño gato negro pasaba por ahí de vez en vez; lo vimos crecer. Empezó a bajar de la barda cuando vio migajas de algún pastel o galleta. Muchas noches vimos su silueta vagar. Una Jacaranda atrás de la casa dividía la intimidad de la casa contigua, su follaje era cómplice de lo que algún día se pudiera ver; a través de su follaje no se veía casi nada, las gruesas cortinas tapaban cualquier silueta, sólo con mucho detalle e imaginación se podría ver desde el techo del segundo piso, estando uno acostado esperando a que la luz iluminara el cuarto y en un descuido se pudiera ver alguien por esa ventana. Una escalera vieja de madera algún día estuvo ahí, recargada sobre la pared. Una vez subí tan solo unos escalones, miré el rudo concreto de la azotea, una jacaranda de la casa vecina, pero nada más.

La casa era pequeña, de dos plantas. En la parte de abajo había una cocina, un cuarto que servía de comedor, un cuarto donde nunca supe que había y permanecía siempre cerrado. un baño que nunca funcionó, un garaje sin autos. Arriba, lo primero que se veía, el patio abierto, pequeño, pero muy iluminado, y dos habitaciones. En medio de éstas, el baño. Uno podía entrar a una recámara y pasar fácilmente a otra a través del baño.

domingo, 4 de noviembre de 2007

Cuando me enfermé


Las lluvias ya habían echo estragos en mí. Era habitual que me mojara todas las tardes. Me estaba acostumbrando, aún así nunca cargaba paraguas. Al llegar al departamento sólo me cambiaba la ropa húmeda por una seca: un short y una sudadera o playera era toda mi indumentaria, sin ropa interior.

Era la primera vez fuera de casa que me enfermaba de gripa y tos. Un día después que enfermé no salí del departamento en dos días. Llovió mucho la primera tarde, se fue la luz más de una vez. Permanecí con un short y una sudadera en la cama acostado todo el día. Prendí el televisor y como era usual le cambiaba de canal una y otra vez hasta llegar al hartazgo. Siempre que enfermo de gripa caigo en cama, no me da hambre, me da sueño y todo me da igual.
La segunda tarde, el televisor me deprimió, tomé un libro a punto de terminar de lee .El ocaso de la tarde tocó a mí ventana y el sueño implacable me venció. No sé cuánto tiempo dormí, había perdido la noción de las horas. Desperté cuando ya no había luz en el cuarto, no llovía, ni hacía frío, todo era calma, la flojera me impidió levantarme para ver el reloj y sacarme de toda duda respecto a la hora. Un rayo de luz se filtraba por mi cortina, aún así no veía el reloj, sólo la figura de Axel en su cama, escuchaba sus ronquidos y las manecillas del reloj, tic, tac, tic, tac...