jueves, 22 de noviembre de 2007

Yo siempre tenía hambre


No sólo doña Augusta era una angustia andante, era además una persona cicatera. En la comida nos daba minucias. Parecía todo muy racionado. Entonces yo siempre tenía hambre.

En el departamento lo único que sobraba era café. Teníamos algunos morralitos de café en un estante donde sólo había una cafetera, algunas tazas, platos y mucho grano de café. Por las noches siempre la merienda era igual. Café con leche y pan. El olor a café parecía impregnarse por los rincones del departamento de la planta baja.

Si de casualidad andábamos en la calle, comíamos algo. No acostumbraba a comer fuera, porque comía en el departamento, pero todo el tiempo tenía hambre. Alguna fritanga, un pan, alguna quesadilla, esquites, cualquier vendimia callejera era buena, nos acercábamos, oiga, ¿qué vende? Nuestra dieta de los martes por la noche eran pizzas al dos por uno. Un negocio cerca de CU ofrecía, si bien sólo poca variedad de pizzas y nada de extraordinarias, lo mejor de todo ello, que eran dos por el precio de una.

Mi cuerpo era flaco, siempre lo fue. A los 17 años parecía de mucho menos. Carlos tomó un afecto especial hacia mí, como de hermano mayor, a pesar que tan sólo era mayor que yo por dos o tres años. Hubo una complicidad entre nuestras conversaciones

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